Aunque sabíamos que estábamos borrachos, nos sorprendimos de su extraña cabeza, disimulada malamente con la txapela, igual que el cuerpo rechoncho embutido en los previsibles camisa blanca y pantalón. La faja le quedaba grande, colgando.
–Mi casa –señaló hacia el cielo, y luego indicó en dirección a la cuesta de Santo Domingo con su dedo de láser–. El encierro.
Casi nos morimos de risa mirando su mano de cuatro dedos… ¡Qué tipo más raro! Lo cogimos en volandas y lo acercamos a la barrera de gente que se agolpaba para ver la carrera.
–Mi casa –dijo de nuevo, muy agradecido, sonriéndonos con sus enormes ojos redondos.
Sonó el primer cohete anunciador de la suelta de reses e inmediatamente el segundo, que pregonaba que todos los toros habían salido, y aunque seguíamos bebidos nos espantó que saltara por encima de los espectadores y se tirara de cabeza contra el primer morlaco.
Cabezazo, embestida y al cielo.
–Mi casa –se oyó en la distancia.
Los que no estaban borrachos contaron que durante unos segundos se hizo de noche y, allá arriba, el enano cabezudo se dibujó contra la claridad de la luna mientras se alejaba volando hacia su planeta extraterrestre.