Por enésima vez en la misma mañana el Maestro dio un respingo sobre su escritorio, sobresaltado por el llanto de un niño.
–¡Doña Isabel! ¿Vuesa merced se ha vuelto sorda? ¡El chiquillo está llorando!
Doña Isabel Solís de Maldonado, efectivamente, oía a su hijo, pero pensaba que, aunque sólo fuera en una ocasión, el padre de la criatura podría acercarse a la cuna y consolarlo. Finalmente, el remiso progenitor se aproximó con cautela, empujado más por el sentimiento de curiosidad que por el de obligación. Entre las sábanas, en medio de hipos, el niño balbuceaba curiosos sonidos señalando algún objeto en la sala. El Maestro se inclinó para observar el camino de donde surgían los gemidos.
–¡Ajá! –concluyó– La letra no es sino la figura por la cual se representa la voz… Y la voz no es otra cosa que el aire que respiramos, espesado en los pulmones, y herido después en el áspera arteria que llaman gargavero… de donde sale de nuevo rozando campanilla, lengua, dientes y labios… ¡Mmmm!
El Maestro se dirigió de nuevo a su mesa, olvidando la insistencia del llanto del niño, y apuntó las ideas que su extenuante magisterio en la Universidad de Salamanca le impedía reflejar en papel: “Capítulo tercero: De cómo las letras fueron halladas para representar las voces”.
–¡Don Antonio de Nebrija! –volvió a quejarse la dama– ¡Cuándo acabaréis vuestra bendita Gramática!
(Finalista del II Certamen Relato Hiperbreve ‘Camino de la Lengua Castellana 2010’)